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viernes, 14 de agosto de 2009

Cuento Futbolero: Las Reglas del Picado

Los chicos del barrio nos juntábamos en la esquina del almacén del gallego y, de allí, partíamos en desprolija caminata hacia el baldío del ferrocarril a desatar la pasión por pegarle a la pelota.

Las reglas eran propias; Los postes, eran unas piedras de un tamaño considerable. Lo curioso era que para la regla la línea imaginaria que partía de las piedras variaba su ancho según sea el arco propio o el del contrario, y dado ese punto, era que prácticamente los únicos goles que no se discutían eran los que entraban por el medio y al ras del piso. El travesaño era otra historia que estaba relacionada con la capacidad de salto del arquero, la que siempre era inferior a la altura por donde había pasado el esférico aludiendo con un salto corto y desganado a la frase: "no ves que no llego", demostrando que la posibilidad de anotar dependía también de la capacidad de negociación que tuvieran los equipos.

Otra regla era el congelamiento de la jugada cuando pasaba un peatón o aquella que impedía hacer picar la pelota antes de llegar a la cancha.

Resulta que el gordo Aníbal llegó a la esquina aquella tarde con algo que le garantizaba la titularidad, una pelota de cuero, perfectamente redonda. Nos quedamos boquiabiertos, creo que imaginando cada uno las maravillas que esa tarde podríamos hacer con semejante belleza. Hoy iba a haber fútbol con una pelota de enserio, una profesional.

Antes de que el grupo tomara conciencia, y estirara sus manos para tocarla, el gordo la hizo rebotar contra la vereda en un acto tan inocente como inolvidable. Trato de recuperarla después del pique, pero una piedra, quizás el filo de una baldosa floja, hicieron que el balón se descontrolara para empezar a rodar calle abajo. Cada vez más rápido, como si le hubieran abierto la jaula a un animal enfurecido, rumbo a la avenida del bajo.
Salimos en estampida tratando de detener sus giros y saltos; sabíamos a dónde iba, y la idea nos desesperaba. Por más que algunos dejamos de respirar con tal de duplicar el ritmo de carrera, por más que otros imaginaban que con gritos de alerta la pelota se iba a detener.

!Noooo!- gritamos al mismo tiempo. Pero el grito quedó mudo al ver como un camión, le pasaba por arriba, haciéndola estallar, convirtiéndola en un pedazo inservible de cuero y costuras.

Aquel fue un día negro. A penas unos segundos nos había durado la ilusión de la pelota nueva, y antes de que cualquiera pudiese acariciarla con los pies: ella ya no existía.
Ese día no hubo picado, y a partir de entonces la regla de "no picar la pelota antes de llegar a la cancha" sería una regla que ni el más rebelde se atrevería a romper

Adaptación de un cuento de José M. Pascual

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